Un cuentito viejo...

Este cuento formaba parte de un librito que alguna vez edité llamado Perversidades (de diablos, putas e hijos) hace más años de los que me atrevería a confesar...


CUESTIÓN DE ACTITUD

( o de porqué conviene tener una buena biblioteca)






Al cerrar ella la puerta volvió él a la realidad, preguntándose qué hacía allí. Le dolía la cabeza y las palabras de ella le llegaban desde muy muy lejos.

Reordenó los acontecimientos - no sirvió de mucho, pero al menos sintió con ello que su cerebro aún funcionaba - : casa, barsucho de mala muerte, alcohol (en el sentido más genérico y amplio del término), ella, propuesta, acuerdo, casa ajena.

- Ponéte cómodo - le dice ella vaya a saberse desde dónde.

El comienza a pasear la la vista por las paredes. Es un viejo truco que le contaron cuando recién empezaba a emborracharse; si uno fija la vista, el mareo parece ceder. Ella está tardando en regresar, así que se acerca a la biblioteca.

La lectura de títulos lo arrastra un poco más hacia la realidad. Entre que descifra las letras de los lomos - tarea nada fácil, ya que implica inclinar la cabeza, con un inminente peligro de perder completamente el equilibrio - , se le ocurre que ya está lo suficientemente apto como para averiguar la hora.

Isabel Allende -avista reloj en muñeca- Paulo Coelho - reloj lejos, muy lejos - Laura Esquivel - esfuerzo contra brazo muy pesado- “Consejos para que tu hombre no te deje (Varios Autores)” - brazo que casi llega- “Cómo atrapar marido para siempre” -agujas que no se descifran (por qué no habrá comprado un reloj digital)- Isabel Allende, de vuelta.

“Literatura femenina”, piensa.

Las cuatro y veinte de la mañana.

Muy tarde.

Busca la puerta.

Era una falta de respeto acostarse con una mujer así.

Ella quedó con su babydoll negro y las luces a punto justo. El ya reconoce las veredas y ríe entre dientes.

Jamás comprendería esa ciudad.

No me ve como mujer.

La certeza apareció así, de golpe, mientras cerraba la puerta del ascensor - todavía existen ascensores con puertas de rejas, con el miedo pavoroso que le daban de chica- y mientras un asomo de líquido quería hacerse presente en el vértice de su ojo derecho. Por supuesto que fue reprimido, no tanto por verguenza - al fin y al cabo estaba sola - sino porque la revelación la había dejado casi sin aliento. Casi.

Era totalmente lógico, pensó, ruborizada frente a su propia negligencia. Quizás hasta era su culpa, por jugar mal las cartas, por ceder a sus deseos y representar la mujer que ella quería ser y no la esperada. Definitivamente ser culta, inteligente, graciosa - "smart" y "funny" eran los dos adjetivos que pensó una vez que le gustaría que los otros usaran para describirla - agotaba toda la representación que de ella se podía tener, dejando fuera, claro está, la que ahora hacía su entrada en su ausencia, gritando su vacío.

No me ve como mujer.

Todo había intentado. No era de las que dormían con ropa de algodón, mucho menos rosa. Los diminutivos no existían en su vocabulario. El sexo era una celebración, no un requisito. Sus orgasmos eran - o, al menos, lo que ella creía- tan poderosos que arrastraban otros orgasmos en cadena, propios y ajenos. Eso sí que lo sabía, reconsideró. Se lo habían dicho antes.
Mientras cerraba la puerta de su casa fue sacándose la ropa por el living. Al llegar al espejo ovalado del cuarto - herencia de la abuela, ya no se hacen espejos así- estaba completamente desnuda. Se examinó con precisión quirúrgica. Un poco de sudor - los nervios de la revelación, las ansias de llegar a casa- se entremezclaba con su piel levemente erizada. Fue girando lentamente, acariciando, apretando, estirando, tratando de comprobar si su cuerpo desnudo ofrecía algún malentendido. Concluyó que el problema no era ella.
Solo quedaba una cosa por hacer. O, al menos, es lo único que se le ocurrió. Una solución drástica, es cierto, pero la única posible, dadas las circunstancias.
Tomó su teléfono del bolso que había quedado tirado en el piso del recibidor. Marcó dos números. Dejó un mensaje en uno de ellos, tratando de que no se le notara la excitación que le producía la anticipación de su plan. Luego fue a prepararse como hacía años no lo hacía.
Dos horas distintas habían sido señaladas, con una diferencia de treinta minutos. En el primer horario, puntal como siempre, llegó quién tenía que llegar. Esto también es cotidiano, pensó ella, y no por eso dejamos de vernos como lo que somos: animales con cerebro susceptibles de enredarse en el más hermoso, básico y necesario ritual. Nota mental: dejar de intelectualizar todo, quizás es eso lo que la aleja de ser vista como mujer, no? Prejuicios ajenos, pensó. Al fin y al cabo quién siempre me ve como la mujer que soy, la mujer que parece que escondo. Y quién también sabe de mis otras aristas.
La chispa fue instantánea, como siempre. La química debe haber estudiado ya este tipo de fenómenos, suponía. Fueron reconocidos sus esfuerzos en preparase, admirados sus olores, besada su piel, mordida donde había que morder, lamida donde había que lamer, todo en su punto justo, aunque también a veces un poco más...
La puerta había quedado entreabierta. Era parte esencial del plan.
Media hora después el otro número, el del contestador automático, se encontró con una puerta entreabierta. Temió lo peor, una indisposición, un ataque al corazón, un intento de suicido. Casi se sintió culpable por los minutos - escasos, en su opinión- que separaban su llegada de la hora acordada unilateralmente en su contestadora. Creyó percibir quejidos y se apresuró a entrar. La escena contrastó violentamente con sus hipótesis de hacía sólo unos segundos.

- Honey, this is exactly what it seems, sólo dijo ella.

Semisonreía.

Para vos...

Nos encontramos en el lugar acordado. Ella vestía riguroso negro, con algunos toques de brillo y rojo. Como debe ser. Era demasiado joven para ser viuda. Su perfume es definitivamente raro, como si mezclaras colonia infantil con uno de esas pócimas de adulto. Quizás era ella la que emanaba eso, quizás era un símbolo de algo.
Nos sentamos en un banco, ya no recuerdo muy bien dónde, casi sin hablar, sólo mirándonos. En rigor, yo la miraba a ella que miraba a su vez el suelo. Si pudiera admitir que el suelo me miraba a mí hubíesemos hecho una transitiva perfecta. Pensando en eso le dije: cómo estás?
- ¿Cómo querés que esté?

Ok, lo acepto. Había sido una pregunta obvia, y, aún peor, mediocre. Me limité a actuar con mi cuerpo, a decirle con el lo que las palabras evidentemente no me facilitaban. Así comenzó nuestra única conversación.
En un momento levanté su barbilla, casi de cristal, inexistente entre el peso de la tristeza y su fragilidad. La orienté hacia el oeste.
- ¿Ves?
- No
- No importa. Ese es el punto. Hacia adelante.

Retiré mi mano y esperé. Podría volver a tener una respuesta brusca, levantarse o simplemente - lo que menos quería yo, de hecho- volver a mirar el piso. Había quedado como hipnotizada frente a la nada de las cosas. No me cabían dudas de que había comprendido. Me intrigaba qué conclusión sacaría de eso.
Abrió la boca, despegó sus labios y algo en ella quiso articular palabras. Finalmente, una voz suave pero firme dijo:

- Haré más que morir, viviré.

Sonreí para mis adentros. La chiquita había entendido de que la va todo esto.
No nos abrazamos ni nos dijimos nada más. Eso se lo dejábamos para los deudos ordinarios.
Se levantó y se fue taconeando de una manera grácil. Todavía no elegante, pero tampoco vacilante. Una caminata segura hacia una mujer que pondrá nerviosos a muchos.
Volví a sonreir. No tengo costumbre, pero es que ella...

Ven a dormir conmigo

No haremos el amor

Él nos hará

Julio Cortázar.



Hoy viene a cenar. No sé por qué me embarqué en esto, si los huevos fritos me salen al horno pero bue. Me obligo - en realidad, el que me obliga es él - a hojear incontables libros de cocina, con la esperanza vana de poder recortar las fotos y ponerlas en la mesa.

Salmón.

El salmón nunca falla. Y se debe acompañar con vino. Extra credit.


Llega sobre la hora, ni tarde ni temprano. Tiene ese movimiento de tigre enjaulado que me obsesiona y a la vez me molesta. Es como que nunca está del todo en ninguna parte.


Cenamos, pues. La comida no está del todo mal, quizás en unos años más hasta me salga aceptable. Nota mental: cambiar de parejas frecuentemente así puedo impresionar con el mismo plato.


Estratégicamente, hay 3 botellas de vino en la heladera. Es imposible que no alcance e imposible que salga de aquí vivo, je. La primera va regando la conversación y aflojándolo también. Puedo oír sus defensas caer una a una. Hablamos de todo, como siempre. Desordenados, díscolos pero entendiéndonos en cada hilo de conversación trunco y cada pista retomada. Me gusta imaginarme desde afuera, jugar a adivinar cómo me ve él, en qué parte de mi cuerpo está posando su mirada. Me gusta adivinar sus pensamientos, adelantarme a su curiosidad con algún movimiento que le ofrezca - o le niegue- la perspectiva que está buscando. Ensayé hasta el más mínimo movimiento para esta noche. Mi guión es perfecto, de apariencia descuidada pero inexorablemente sensual.


La conversación ha girado hacia la literatura y el cine. Comentamos versiones, reversiones y errores de adaptación o aciertos casuales. Siento que llega mi momento, mi frase final…

Está sosteniendo su disquisición sobre una novela reciente, creo que la de Stieg Larsson. Lo tomo de una mano y con la otra lo callo suavemente con un dedo, rozándolo apenas. Siento que se crispa.


- Hagamos literatura, mejor… - es todo lo que digo.

Un poco de poesía para acompañar este día. Es todo lo que te puedo dar en este momento, y creéme que no es poco. A relajarse, leer, saborear y deleitarse.



GOTÁN


Esa mujer se parecía a la palabra nunca,
desde la nuca le subía un encanto particular,
una especie de olvido donde guardar los ojos,
esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo.


Atención atención yo gritaba atención
pero ella invadía como el amor, como la noche,
las últimas señales que hice para el otoño
se acostaron tranquilas bajo el oleaje de sus
manos.

Dentro de mí estallaron ruidos secos,
caían a pedazos la furia, la tristeza,
la señora llovía dulcemente
sobre mis huesos parados en la soledad.

Cuando se fue yo tiritaba como un condenado,
con un cuchillo brusco me maté,
voy a pasar toda la muerte tendido con su nombre,
él moverá mi boca por la última vez.

Juan Gelman