Hay que reconocerlo. Hay veces en las que lo latente es mucho más excitante que lo consumado. Se pueden tener infinidad de satisfactorios polvos - de hecho, después de cierta edad, es casi una obligación moral que tu polvo sea satisfactorio para vos, sino no aprendiste nada- pero el más completo y duradero de los orgasmos - o de las infinitas fricciones, si se les da por lo tántrico- no se compara a aquellos que esperan en fila en nuestra mente y se realizan una y otra vez sin nunca llevarse a cabo corporalmente.

Ambientes enrarecidos por las posibilidades. A veces los dos lo saben, a veces sólo uno, a veces los dos fingen la ignorancia del otro para mayor seguridad. La potencialidad, digo, es productiva, y esa creatividad muchas veces se prefiere a la actualización en hechos, que sólo nos llevaría a quizás un muy excelente encuentro, pero sólo una posibilidad entre las miles que puede barajar nuestra cabecita afiebrada de deseo.

Dicho de otra manera: el sospechar el deseo del otro, el dejar intuir el nuestro generan una alquimia intoxicante que al mismo tiempo que pide a gritos ser consumada se retira y genera un abismo imposible. Manos azarosas, miradas que se encuentran un segundo para después huir, glimpses (perdón, me gusta la palabra) casi instantáneos hacia la boca propia o la ajena.

Ellos lo saben. Son como un bosque reseco al sol de una siesta subtropical. La chispa puede ser ínfima; el incendio, desproporcionado. Van a arder. Lo saben y esperan. Genera tal vez más adicción esa suma de potencialidades que atormentan sus cerebros que el real encuentro - que ya pudo haber sido llevado a cabo en varias ocasiones - que sospechan infinitamente vulgar en comparación con lo que guardan en sus deseos.

Casi como en una paradoja, persisten. Siguen acercándose, pero no demasiado. Siguen relamiéndose, quizás en la convicción de que nada sucederá, porque ninguno de los dos sabe que el otro también se relame, que sorbe los momentos juntos y los extiende en fantasías interminables. Y sin embargo se respiran, se huelen, se prueban y se estremecen con el contacto, explotando en lo que sería si eso se continuara, o no.

No me pasa a mí, pero disfruto observándolo. Mi posición de voyeur no deja de entrañar cierta melancolía, ya que sé - estas cosas siempre son así- que ese enrarecimiento tiene los días contados. Llegará el contexto, la coyuntura especial que los encontrará solos - o quizás estar solos ya no les importe, depende cuánto tiempo mantengan esta situación-, desnudos e impotentes frente a sus deseos, sin posiblidad alguna de desviarlos a la seguridad de la imaginación. Y saltarán uno sobre el otro, cazándose, mordiéndose en la desesperación que entraña dejar escapar lo que sabemos efímero. Probablemente ardan por un rato. Probablemente quieran consumirse de nuevo. Lo fatal, sin embargo, ya ha hecho su entrada. Se les ha colado camuflado en sus urgencias, sin avisar. Se extiende ahora, lento e invisible, dispuesto a activarse en cualquier momento.


El segundo Gustavo estuvo llamado a pagar por los pecados del primero. Era chico, rubio y casi andrógino. Una especie de ángelico Richard Ashcroft virginal. El dijo que no lo era, me quedan mis dudas..
El asunto comenzó con una mano. Estaba buscando a sus amigos, había mucha gente, yo sabía donde podían estar y lo tomé de la mano. Algo completamente insignificante para mí fue el mundo para él. Eso puede definir nuestra relación: la desproporción entre lo insignificante y el mundo. Le pregunté cómo se llamaba. Gustavo, me dijo y yo automáticamente le dí entrada.
Estudiaba psicología. Era uno de esos raros casos de estudiantes genuinos de psicología, de esos que no se meten a la carrera para entenderse sino para entender a los otros. De alguna perversa manera yo lo fascinaba. No me entendía, no entendía por qué ni cómo yo pensaba las cosas que pensaba. Se empecinaba en no ver, en meterme por la fuerza en una piel de cordero con la que no nací. Ahora que lo pienso, fue también culpa suya. Por ciego y sordo.
Su pija era como él, flaca y larga. Rara, aunque buena para algunas cosas, diría una amiga mía. No se daba mucha maña pero le ponía empeño. Al fin y al cabo se había confesado enamorado. Y eso cagaba todo. Interminables sesiones de dulzura, besos y mimos que no llevaban a nada, porque es sabido que las llamas se encienden de otras maneras.
El sexo con amor es bueno si hay amor. Punto. Sino es una cursilería que nada tiene que ver. Es más, me atrevo a afirmar que el sexo con amor es bueno porque el sexo es bueno. Para el amor está todo lo demás. Para todo lo demás estaba él.
No lo respeté. No podía. No se dejaba. A veces me daban ganas de cogerlo por el culo, o sólo pedírselo, a ver qué me decía. Temblé y jamás lo hice. Probablemente dijera que sí.
El sexo, como todo en esa relación, era un malentendido y una desproporción. Aunque decía que sí, mucha experiencia no tenía, y el lugar endiosado en el que me colocaba me impedía a mí desplegar la mía. Un embole, bah. No tardé en empezar a servirme de otros mejores dispuestos. No era infidelidad; al fin y al cabo con esos otros era pura calentura y embriagadora putez. El quería amor de mí - que nunca lo haya tenido es sólo un detalle - así que no era lo mismo.
Como es lógico, terminé por dejarlo. Arguyí algo relacionado a que él era demasiado buena persona para mí - no sé por qué sigo utilizando ese argumento, si jamás me ha funcionado - y el contestó, lógicamente que quería y podía curarme esa distancia que nos separaba. Una burrada.
La ayuda para terminar de dejarlo vino del lado menos pensado. Su madre entendió velozmente que al fin y al cabo dejándolo le hacía un favor y lo convenció de lo honorable que era yo al hacerlo. Creo que nunca creyó mi discurso pero, como habíamos estudiado lo mismo, pudo inferir que era lo suficientemente poco hija de puta como para no hacer mierda a su hijito y respetó eso.
Nunca más lo volví a ver, lo cual es extraño, dado que vivíamos en una ciudad más bien chica. Probablemente se haya radicado en el lugar en el que estudiaba.
No voy a mentir (o tal vez sí). Me dio un poco de pena no encajar, no poder reducirme a lo que él quería de mí. Conozco a muchas y muchos que lo hacen, de hecho, todavía me queda contar la historia con alguien que se hace el buenito con todos pero sólo a mí me regala su perversidad más abyecta, regalo que acepto y saboreo agradecida. Puede que sea una historia mucho más interesante que ésta, pero todavía no ha empezado a ser contada...
De todos modos, este segundo Gustavo se fue sin dejar un rastro muy firme, salvo por el sorpresivo beneplácito que sentí al ayudarlo a expulsarme de su vida.

El comienzo de nuestra historia...

Creo que a veces éramos la misma persona. De seguro lo fuimos para muchos, o también nuestra diferencia les generó problemas.

Nos conocimos en la universidad. En ese clima de pseudoliberación, yo era una chica normal de familia clase media baja. Él provenía, como debe ser, de la alcurnia, un enfant terrible.

Poco pasó hasta que nos hicimos inseparables. No puedo determinar, tampoco, el principio de nuestro juego, nuestras apuestas. Creo que todo fluyó naturalmente. O tal vez no.

Comenzó, eso sí lo recuerdo, con el profesor nuevo. Mezcla de estudiante avanzado y futuro profesional, a los dos nos llamó la atención por igual sus ojos, aunque suene insoportablemente cursi. Por supuesto que el tipo debía ser - y fue- amable con nosotros. Al fin y al cabo, la academia es esa jungla en la que nunca sabés dónde está el tigre y dónde el cordero. Esa inseguridad constitutiva nos jugó a favor.

-Es gay, o estaría bueno que lo fuese, dijo él. No creo, dije yo, o estaría bueno que no lo fuese, además es casado.

-Y eso qué?

- Eso es cierto, pero igual no creo.


Sutilmente, sin ponernos de acuerdo, puedo jurarlo, desplegamos nuestras armas de seducción. Este primer caso fue un poco desordenado, hay que admitirlo, y las consecuencias se nos fueron de las manos. Hoy el profesorcito es un señor profesor, ya no está casado y creí escuchar que no le dejan ver a los hijos. Seguramente andará rompiendo mentes, culos y promedios por ahí. Quizás no.

Fui yo la que empezó. Mi estrategia de siempre: empezar a saludar. Cuando no conocés a alguien - y, de vuelta, te movés en un ambiente como el académico, en el que la ignorancia es más vergonzosa que la desnudez - directamente empezás a saludar un día como si tuvieras algo en común. Pasan los años y esta estrategia jamás envejece.

Comencé, entonces, a saludarlo. Escaleras, puertas, ascensores. Cada encuentro un punto más. Luego llegó ese domingo, un golpe de suerte en verdad. Punto para mí.

Habíamos quedado en juntarnos a repasar alguna cosa que ya no recuerdo. Entré en el edificio silencioso, segura de ser la única allí, pero no. Su puerta estaba entreabierta. En esos momentos definitorios, siempre me agarra la timidez extrema, así que simplemente pasé haciendo el ruido suficiente para que él notara que yo no lo había notado.

Lunes, ascensor. Comentario al pasar, respuesta inmediata. Bien. Gaspar se estaba quedando atrás y eso lo enfurecía un poco. Sobre todo, después descubrí, porque yo no le estaba siendo sincera con mis victorias. No le estaba siendo deshonesta tampoco, sólo las ocultaba. En ese entonces ninguno de los dos sabíamos.

-Ya me saluda - le dije a Gaspar- aunque no estoy tan segura de que sepa quién soy.

Después las cosas se hicieron más y más confusas. A los saludos, como es natural, les siguieron mini charlas corteses, muchas miradas y algún que otro roce de manos inocentemente disfrazado.

Ya casi estamos, pensé.

Había en su puerta un dibujo pegado, seguramente hecho por alguno de sus hijos. Siempre pensé que el día de mañana esa sería una muy buena estrategia, garabatear un mamarracho y pegarlo en mi puerta como warning. La maternidad es buena para espantar a los buitres.

No así la paternidad.

Debo decir que ese cartel me intimidaba, al menos un poco. Tampoco era mi intención separarlo de sus hijos, y convengamos que en eso no tuve ninguna culpa. No, no, ese fue Gaspar, no yo.

Los roces se fueron haciendo más habituales, casi signos de puntuación de nuestras conversaciones. Yo esperaba, acechaba, los domingos que por ahora no habían sido fructíferos. No estaba segura de que no hubiera ido, pero tampoco podía atrincherarme en el edificio. Hubiera perdido puntos.

Lo que nunca supe es cómo hizo Gaspar durante todo ese tiempo.

Por fin, un domingo llegó.

Era después del mediodía. No sé si lo dije, pero las horas de siestas tienen sobre mí un efecto que cualquier fauno envidiaría. Sigilosamente me fui acercando a su puerta. La veía entreabierta desde lejos, pero nunca es bueno regalarle una oportunidad a la velocidad. De todos modos, me movía más la curiosidad que la sensualidad en este punto. El edificio, hundido en silencio, amplificaba ciertos míseros sonidos que provenían, justamente, de lo que esa puerta semiocultaba. En un primer momento pensé que el tipo estaba viendo una porno a bajo volumen, aunque deseché la idea porque no se escuchaban esos diálogos tan absurdamente divertidos que son característicos.

Si se está haciendo una paja me mando y lo ayudo, pensé, aunque siempre un poco extrañada.

Sí y no.

Sí estaba con una porno, pero en vivo. No, no se estaba haciendo una paja. Gaspar estaba con él.