El segundo Gustavo estuvo llamado a pagar por los pecados del primero. Era chico, rubio y casi andrógino. Una especie de ángelico Richard Ashcroft virginal. El dijo que no lo era, me quedan mis dudas..
El asunto comenzó con una mano. Estaba buscando a sus amigos, había mucha gente, yo sabía donde podían estar y lo tomé de la mano. Algo completamente insignificante para mí fue el mundo para él. Eso puede definir nuestra relación: la desproporción entre lo insignificante y el mundo. Le pregunté cómo se llamaba. Gustavo, me dijo y yo automáticamente le dí entrada.
Estudiaba psicología. Era uno de esos raros casos de estudiantes genuinos de psicología, de esos que no se meten a la carrera para entenderse sino para entender a los otros. De alguna perversa manera yo lo fascinaba. No me entendía, no entendía por qué ni cómo yo pensaba las cosas que pensaba. Se empecinaba en no ver, en meterme por la fuerza en una piel de cordero con la que no nací. Ahora que lo pienso, fue también culpa suya. Por ciego y sordo.
Su pija era como él, flaca y larga. Rara, aunque buena para algunas cosas, diría una amiga mía. No se daba mucha maña pero le ponía empeño. Al fin y al cabo se había confesado enamorado. Y eso cagaba todo. Interminables sesiones de dulzura, besos y mimos que no llevaban a nada, porque es sabido que las llamas se encienden de otras maneras.
El sexo con amor es bueno si hay amor. Punto. Sino es una cursilería que nada tiene que ver. Es más, me atrevo a afirmar que el sexo con amor es bueno porque el sexo es bueno. Para el amor está todo lo demás. Para todo lo demás estaba él.
No lo respeté. No podía. No se dejaba. A veces me daban ganas de cogerlo por el culo, o sólo pedírselo, a ver qué me decía. Temblé y jamás lo hice. Probablemente dijera que sí.
El sexo, como todo en esa relación, era un malentendido y una desproporción. Aunque decía que sí, mucha experiencia no tenía, y el lugar endiosado en el que me colocaba me impedía a mí desplegar la mía. Un embole, bah. No tardé en empezar a servirme de otros mejores dispuestos. No era infidelidad; al fin y al cabo con esos otros era pura calentura y embriagadora putez. El quería amor de mí - que nunca lo haya tenido es sólo un detalle - así que no era lo mismo.
Como es lógico, terminé por dejarlo. Arguyí algo relacionado a que él era demasiado buena persona para mí - no sé por qué sigo utilizando ese argumento, si jamás me ha funcionado - y el contestó, lógicamente que quería y podía curarme esa distancia que nos separaba. Una burrada.
La ayuda para terminar de dejarlo vino del lado menos pensado. Su madre entendió velozmente que al fin y al cabo dejándolo le hacía un favor y lo convenció de lo honorable que era yo al hacerlo. Creo que nunca creyó mi discurso pero, como habíamos estudiado lo mismo, pudo inferir que era lo suficientemente poco hija de puta como para no hacer mierda a su hijito y respetó eso.
Nunca más lo volví a ver, lo cual es extraño, dado que vivíamos en una ciudad más bien chica. Probablemente se haya radicado en el lugar en el que estudiaba.
No voy a mentir (o tal vez sí). Me dio un poco de pena no encajar, no poder reducirme a lo que él quería de mí. Conozco a muchas y muchos que lo hacen, de hecho, todavía me queda contar la historia con alguien que se hace el buenito con todos pero sólo a mí me regala su perversidad más abyecta, regalo que acepto y saboreo agradecida. Puede que sea una historia mucho más interesante que ésta, pero todavía no ha empezado a ser contada...
De todos modos, este segundo Gustavo se fue sin dejar un rastro muy firme, salvo por el sorpresivo beneplácito que sentí al ayudarlo a expulsarme de su vida.

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