Parece ser cierto. Toda mi vida voy detrás de semisonrisas. Me mata la ironía, la curva para un sólo lado (preferentemente el izquierdo, pero si es el derecho tampoco es de mayor importancia).
Así estamos. Así estás. Con tu semisonrisa.
¿Qué te haría?
Uff
Absolutamente
de
todo.
En este momento ando por ahí. Estoy en un café, tipeando esto con cara de estar haciendo algo muy serio que exige mi máxima concentración, y tu recuerdo me asalta, me viola y destruye toda concentración posible. Sólo queda escribir, exorcizar la distancia a través de la creación de un mundo - mi ficción, este blog, quién sabe si algo más- en el que quepamos y no mucho más, no vaya a ser que por exceso de espacio te me alejes otra vez...
Una semisonrisa no es tan luminosa como una sonrisa, también es cierto, pero a quién le importa. A mí no. Me gustan las penumbras, así que la muequita esa que hacés me viene de perlas. Y sin embargo quizás no seas vos, sino ese mismo gesto que me persigue y se posa en las caras más inesperadas, y espera mi reacción.
¿Se puede ser adicta a un gesto? ¿Se pueden elaborar conclusiones plenamente aéreas a partir de algo que se agota en dos segundos, como mucho tres?
¿Y por qué no, si se puede saber? parecés responderme desde otro lado, nunca acá.
No se pueden controlar los recuerdos por asalto. Sobre todo si no son recuerdos, si sólo pretenden serlo. Finjo mis memorias, pero no me importa. Tu recuerdo - ya no discutiremos su entidad- se aprovecha, abusa, sabe que no estoy en un lugar apropiado. No le importa.
O quizás sí.
Y tal vez justamente por eso.

(es completamente imposible pensar en otra cosa. Trato de concentrarme en las conversaciones a mi alrededor pero todas son convenientemente estúpidas. Ahora soy yo la que está semisonriendo, saboreando secretamente mis recuerdos de las fantasías, de todo lo que ya te hice y no te diste cuenta)

Detalles, mínimos y no tanto. Se agolpan, se entremezclan, se contradicen pero no importa. Vos sos el denominador común y eso basta para que sean exquisitos. Se me agita un poco la respiración, pero finjo un resfriado. No es conveniente dejar de tipear, no ahora que estoy en un lugar público. De todos modos cuando se trata de recuerdos que te tienen como protagonista no hay necesidad de si quiera tocarse. Así de impecables y poderosos son. Tan así me tenés. Tan así.

(y bueno, para qué contar, no? Sólo me limito a registrar que han pasado 8 minutos desde que escribí la última palabra. Ni siquiera concentración para tipear me dejaste. No obedece a ningún puritanismo en particular la ausencia de detalles, sino a la más simple perversidad. Quiero todo para mí, no presto. Tómenselo como una invitación a la creatividad...)

Es claro que debería haber estado haciendo otra cosa, pero por supuesto que te cagás en eso.
Miro el café.
Está helado.

Aferrarse a la vida

Morderse, arañarse, olerse y volverse a esnifar. Saborear con la lengua, saborear con los dedos, tratar de entenderse sin mediar palabra. El cuerpo nos pide, nos grita que le demostremos que no está solo. Acoplarse, dejarse penetrar en una pulsión tan absurda como estúpida, en una creencia ciega, una desesperante necesidad de saber que hay un otro, que existe y que está acá en este mismo monento. Sentir los latidos del otro cuerpo, sus espamos, sus crispaciones. Escuchar atentamente los gemidos, provocarlos, tratar de palpar a esa otra presencia que nunca estará acabadamente allí, porque todos estamos en miles de lugares al mismo tiempo.
Se sabe. La comunicación perfecta es imposible. Existe un abismo infinito entre una palabra y otra, entre un significado y un significante. Y sin embargo seguimos buscando. Pretendemos al deshacernos en fluidos tratar de contradecir ese estigma. Todos estamos solos al final, incluso en nuestro propio clímax. Por eso se cierran los ojos, por eso las articulaciones guturales. Tratamos de expresar lo que jamás podremos, tratamos de descubrir la mentira que no existe.
Es por eso que se necesitan de otras dermis, otros órganos, lenguas, pelos, olores, sudores, lágrimas, flujos y sémenes. Queremos creer que son pruebas irrefutables de la cercanía. Si podemos oler, palpar y degustar entonces significa que estamos, que somos. Puede que incluso sea cierto por algunos segundos.
Aferrarse a la vida. Desesperadamente. Con los muslos, los brazos, los pies. Con nuestra garganta gritando y nuestros oídos recibiendo el grito de ese otro que parece estar ahí, pero no; que quizás quisiera estar, pero mejor no preguntar. Mejor seguir engañándose con el mito de la comunión efímera, de la pequeña muerte compartida.
Si al fin y al cabo es eso lo que nos guía hacia la próxima vez.
Y a la próxima.