El comienzo de nuestra historia...

Creo que a veces éramos la misma persona. De seguro lo fuimos para muchos, o también nuestra diferencia les generó problemas.

Nos conocimos en la universidad. En ese clima de pseudoliberación, yo era una chica normal de familia clase media baja. Él provenía, como debe ser, de la alcurnia, un enfant terrible.

Poco pasó hasta que nos hicimos inseparables. No puedo determinar, tampoco, el principio de nuestro juego, nuestras apuestas. Creo que todo fluyó naturalmente. O tal vez no.

Comenzó, eso sí lo recuerdo, con el profesor nuevo. Mezcla de estudiante avanzado y futuro profesional, a los dos nos llamó la atención por igual sus ojos, aunque suene insoportablemente cursi. Por supuesto que el tipo debía ser - y fue- amable con nosotros. Al fin y al cabo, la academia es esa jungla en la que nunca sabés dónde está el tigre y dónde el cordero. Esa inseguridad constitutiva nos jugó a favor.

-Es gay, o estaría bueno que lo fuese, dijo él. No creo, dije yo, o estaría bueno que no lo fuese, además es casado.

-Y eso qué?

- Eso es cierto, pero igual no creo.


Sutilmente, sin ponernos de acuerdo, puedo jurarlo, desplegamos nuestras armas de seducción. Este primer caso fue un poco desordenado, hay que admitirlo, y las consecuencias se nos fueron de las manos. Hoy el profesorcito es un señor profesor, ya no está casado y creí escuchar que no le dejan ver a los hijos. Seguramente andará rompiendo mentes, culos y promedios por ahí. Quizás no.

Fui yo la que empezó. Mi estrategia de siempre: empezar a saludar. Cuando no conocés a alguien - y, de vuelta, te movés en un ambiente como el académico, en el que la ignorancia es más vergonzosa que la desnudez - directamente empezás a saludar un día como si tuvieras algo en común. Pasan los años y esta estrategia jamás envejece.

Comencé, entonces, a saludarlo. Escaleras, puertas, ascensores. Cada encuentro un punto más. Luego llegó ese domingo, un golpe de suerte en verdad. Punto para mí.

Habíamos quedado en juntarnos a repasar alguna cosa que ya no recuerdo. Entré en el edificio silencioso, segura de ser la única allí, pero no. Su puerta estaba entreabierta. En esos momentos definitorios, siempre me agarra la timidez extrema, así que simplemente pasé haciendo el ruido suficiente para que él notara que yo no lo había notado.

Lunes, ascensor. Comentario al pasar, respuesta inmediata. Bien. Gaspar se estaba quedando atrás y eso lo enfurecía un poco. Sobre todo, después descubrí, porque yo no le estaba siendo sincera con mis victorias. No le estaba siendo deshonesta tampoco, sólo las ocultaba. En ese entonces ninguno de los dos sabíamos.

-Ya me saluda - le dije a Gaspar- aunque no estoy tan segura de que sepa quién soy.

Después las cosas se hicieron más y más confusas. A los saludos, como es natural, les siguieron mini charlas corteses, muchas miradas y algún que otro roce de manos inocentemente disfrazado.

Ya casi estamos, pensé.

Había en su puerta un dibujo pegado, seguramente hecho por alguno de sus hijos. Siempre pensé que el día de mañana esa sería una muy buena estrategia, garabatear un mamarracho y pegarlo en mi puerta como warning. La maternidad es buena para espantar a los buitres.

No así la paternidad.

Debo decir que ese cartel me intimidaba, al menos un poco. Tampoco era mi intención separarlo de sus hijos, y convengamos que en eso no tuve ninguna culpa. No, no, ese fue Gaspar, no yo.

Los roces se fueron haciendo más habituales, casi signos de puntuación de nuestras conversaciones. Yo esperaba, acechaba, los domingos que por ahora no habían sido fructíferos. No estaba segura de que no hubiera ido, pero tampoco podía atrincherarme en el edificio. Hubiera perdido puntos.

Lo que nunca supe es cómo hizo Gaspar durante todo ese tiempo.

Por fin, un domingo llegó.

Era después del mediodía. No sé si lo dije, pero las horas de siestas tienen sobre mí un efecto que cualquier fauno envidiaría. Sigilosamente me fui acercando a su puerta. La veía entreabierta desde lejos, pero nunca es bueno regalarle una oportunidad a la velocidad. De todos modos, me movía más la curiosidad que la sensualidad en este punto. El edificio, hundido en silencio, amplificaba ciertos míseros sonidos que provenían, justamente, de lo que esa puerta semiocultaba. En un primer momento pensé que el tipo estaba viendo una porno a bajo volumen, aunque deseché la idea porque no se escuchaban esos diálogos tan absurdamente divertidos que son característicos.

Si se está haciendo una paja me mando y lo ayudo, pensé, aunque siempre un poco extrañada.

Sí y no.

Sí estaba con una porno, pero en vivo. No, no se estaba haciendo una paja. Gaspar estaba con él.

3 comments:

JAUD said...

wow, presentí desde el principio que la cosa iba por allí, pero la supiste alargar hasta el final. Si a mi me tocara sorprender a mi pareja con otra chica, pues le diria, que tal un ménage á trois? Un abrazo, Lucía, me gusta leerte

Lamasput said...

jejeje, y eso que es sólo el principio...
Diversas ocupaciones, y la pereza mayoritariamente, me han prevenido de continuar este relato, pero ahora que se de ciertos ojos expectantes quizás actualice...

A mí me gusta que vos me leas :)

jaud said...

pues es un verdadero placer conocerte a traves de lo escribes;)

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