No me ve como mujer.
La certeza apareció así, de golpe, mientras cerraba la puerta del ascensor - todavía existen ascensores con puertas de rejas, con el miedo pavoroso que le daban de chica- y mientras un asomo de líquido quería hacerse presente en el vértice de su ojo derecho. Por supuesto que fue reprimido, no tanto por verguenza - al fin y al cabo estaba sola - sino porque la revelación la había dejado casi sin aliento. Casi.
Era totalmente lógico, pensó, ruborizada frente a su propia negligencia. Quizás hasta era su culpa, por jugar mal las cartas, por ceder a sus deseos y representar la mujer que ella quería ser y no la esperada. Definitivamente ser culta, inteligente, graciosa - "smart" y "funny" eran los dos adjetivos que pensó una vez que le gustaría que los otros usaran para describirla - agotaba toda la representación que de ella se podía tener, dejando fuera, claro está, la que ahora hacía su entrada en su ausencia, gritando su vacío.
No me ve como mujer.
Todo había intentado. No era de las que dormían con ropa de algodón, mucho menos rosa. Los diminutivos no existían en su vocabulario. El sexo era una celebración, no un requisito. Sus orgasmos eran - o, al menos, lo que ella creía- tan poderosos que arrastraban otros orgasmos en cadena, propios y ajenos. Eso sí que lo sabía, reconsideró. Se lo habían dicho antes.
Mientras cerraba la puerta de su casa fue sacándose la ropa por el living. Al llegar al espejo ovalado del cuarto - herencia de la abuela, ya no se hacen espejos así- estaba completamente desnuda. Se examinó con precisión quirúrgica. Un poco de sudor - los nervios de la revelación, las ansias de llegar a casa- se entremezclaba con su piel levemente erizada. Fue girando lentamente, acariciando, apretando, estirando, tratando de comprobar si su cuerpo desnudo ofrecía algún malentendido. Concluyó que el problema no era ella.
Solo quedaba una cosa por hacer. O, al menos, es lo único que se le ocurrió. Una solución drástica, es cierto, pero la única posible, dadas las circunstancias.
Tomó su teléfono del bolso que había quedado tirado en el piso del recibidor. Marcó dos números. Dejó un mensaje en uno de ellos, tratando de que no se le notara la excitación que le producía la anticipación de su plan. Luego fue a prepararse como hacía años no lo hacía.
Dos horas distintas habían sido señaladas, con una diferencia de treinta minutos. En el primer horario, puntal como siempre, llegó quién tenía que llegar. Esto también es cotidiano, pensó ella, y no por eso dejamos de vernos como lo que somos: animales con cerebro susceptibles de enredarse en el más hermoso, básico y necesario ritual. Nota mental: dejar de intelectualizar todo, quizás es eso lo que la aleja de ser vista como mujer, no? Prejuicios ajenos, pensó. Al fin y al cabo quién siempre me ve como la mujer que soy, la mujer que parece que escondo. Y quién también sabe de mis otras aristas.
La chispa fue instantánea, como siempre. La química debe haber estudiado ya este tipo de fenómenos, suponía. Fueron reconocidos sus esfuerzos en preparase, admirados sus olores, besada su piel, mordida donde había que morder, lamida donde había que lamer, todo en su punto justo, aunque también a veces un poco más...
La puerta había quedado entreabierta. Era parte esencial del plan.
Media hora después el otro número, el del contestador automático, se encontró con una puerta entreabierta. Temió lo peor, una indisposición, un ataque al corazón, un intento de suicido. Casi se sintió culpable por los minutos - escasos, en su opinión- que separaban su llegada de la hora acordada unilateralmente en su contestadora. Creyó percibir quejidos y se apresuró a entrar. La escena contrastó violentamente con sus hipótesis de hacía sólo unos segundos.
- Honey, this is exactly what it seems, sólo dijo ella.
Semisonreía.